Regresamos al hotel. Entramos a la habitación e
inmediatamente sentí el olor a húmedo, característico de toda habitación barata.
La soberana TV de hace 15 años colgada en la pared. Las sábanas amarillentas
convertidas en cortinas. El cloro del baño y las camas abusadas por
fornicadores europeos con nuestras mochilas encima seguían intactas, como una
fotografía sin valor. Los ojos me pesaban y lo único que quería era dormir.
Escogí la primera cama, la que estaba más cerca de la ventana pues la oscuridad
es una de las innumerables cosas que me aterran. Como plan de contingencia,
dormí con el teléfono bajo la almohada (nunca se sabe cuando el pánico puede
volverse real). Me tiré boca abajo sobre la cama. La habitación giraba.
Prendieron un spliff. Lo supe por el olor a tabaco. Ritmoson era mi música de
fondo; mi lanchita de madera celeste despintada que me llevaba en olas tan
suaves como las que deja mi remo cuando me impulso para llegar a la orilla del
lago. Regreso a la habitación. Siguen fumando pero ya no hablan de nada, solo
ven a Inna hacer lo suyo. Probablemente la desean, o al menos desearían
agarrarse el paquete. Me doy vuelta, me rasco una nalga y me voy en olas hasta
quedar profundamente dormido.
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