Cuando recién llegamos al pueblo, nos la llevamos
un rato de mochileros-europeos. Como si realmente no nos importara dormir en
una cama de 10 quetzales al ras del suelo porque nuestra búsqueda espiritual
era más grande que cualquier obstáculo terrenal. Tampoco éramos turistas
gringos, todos viejos, excéntricos, arrugados y retirados; con dinero
suficiente para recorrer el mundo a nuestras anchas sin pena, hospedándonos en los
mejores hoteles y hartándonos de las mejores comidas. No. Éramos turistas de ciudad.
Con un presupuesto limitado y con toneladas de responsabilidades a tan solo 300
kilómetros del pan de banana aunque fuéramos un grupo perdedores desempleados sin gracia
ni talento.
De primero elegimos un hotel atendido por
un señor indígena. Mala decisión. El hotel cerraba a las 11 de la noche y nunca
nos hubiéramos enterado de no ser por el hermano de Selvin. Fue una pérdida de
dinero. Los intentos de negociación con él fueron tan inútiles como los
Acuerdos de Paz. Era un doncito ya
entrado en edad quien nos atendió: era terco y bastante amargado. Enojado y
sin ganas de vender ni de entender razones. Nos trataba como enemigo aunque
fuéramos los únicos clientes del hotel. —Ustedes
niños caprichosos, lo quieren todo su manera y su gota del hotel ya está pagada pues, aja… Y eso
ya una vez que ustedes me contractaron ya no se puede dar paso atrás por lo
establecido — Pudo habernos dicho de todo, insultado con las peores
palabras, con las palabras más ofensivas jamás escritas por los pandilleros del
lago, pero Dios me guarde, ampare y proteja si le digo “indio” más un adjetivo
calificativo. Al final conseguimos que nos devolviera la mitad de nuestro
dinero. A la vuelta de la esquina, frente una carreta de pollo frito nadando en
aceite reciclado encontramos un mejor hotel al mismo precio.
—Todavía
me acuerdo cuando viví aquí, vos— Me dijo Serch con tono somnoliento después de
ponerse la mejor ropa pinta para encajar con el resto de pseudo hippies que
pululaban por todo el pueblo. —Aquí no es
como en la capital. Aquí nadie te chinga. ¿Ya ves? Ando descalzo y aquí la mara
como si nada— Tenía razón. Aún recuerdo lo impactante que fue ver a un
ridículo sin camisa correr por toda La Reforma. —Si te fijás, la gente anda fumigando tranquila por todo el lago y la
policía no les dice nada. No chinga. Como no se arman vergueos, todos
tranquilos porque tpdos se conocen entre todos— Serch era una de esas personas
interesantes durante los primeros 10 minutos. Luego, tanto dato y tanta
sabiduría, aturde hasta el más paciente de los broders.
Tuvo la oportunidad de conocer Alemania
gracias a una enamorada que lo marcó de por vida. Uno de esos amores que no se superan ni por más agarres o chimes
que se tengan. Una de esas traídas
que SIEMPRE recordás en cualquier borrachera de banqueta. Y junto con los
recuerdos de la alemana siempre vienen acompañados las infinitas memorias de la
vida cosmopolita en Berlín y la comparación entre los 2 países, además de una
extensa lista de soluciones que él le impusiera a nuestro gobierno para reducir
la brecha cultural de 30 años luz a tan sólo 5. Alemania es algo que nunca faltará en su repertorio de conversaciones.
Seguía hablando de las esculturas en
Alemania, de los museos inimaginables y de la roca de 8 metros donde se tiró al
lago la última vez. Hablaba mezclado, lleno de propiedad y un toque de soberbia
sobre San Pedro La Laguna y Berlín. Datos, hechos, fechas históricas y relatos
de su vida pasada llenaban el silencio apaciguado de algunas calles. Al fin le
pregunté ‘Vos y… ¿Cuánto tiempo viviste aquí en San Pedro?’
—Ah, dejame ver… Como una semana, más o menos— UNA SEMANA. ¡UNA SEMANA! ¡UNA PUTA SEMANA! Me sentí estafado. Si estar una semana en otro lugar es vivir, díganme ‘el gringo guanaco’.
—Ah, dejame ver… Como una semana, más o menos— UNA SEMANA. ¡UNA SEMANA! ¡UNA PUTA SEMANA! Me sentí estafado. Si estar una semana en otro lugar es vivir, díganme ‘el gringo guanaco’.
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