Suficientes litros. Al fin nos pusimos en
marcha hacia el bar donde Selvin trabaja. Era el bar de unos italianos. Los italianos le habían
dado la oportunidad de tener un trabajo decente, como mesero. Así fue como dejó
de parchar para tener una vida tranquila en aquella villa.
Siempre que me cuentan del italiano
redentor, no puedo imaginarlo de otra forma más que como un extravagante
lunático que huyó del primer mundo con la emoción de encontrar en su mente, con
ayuda de las drogas, lo que tanto buscó en Italia y al fin lo encontró en el
culo del mundo comercial. Se me hace una figura alta y calva, sin zapatos,
únicamente con una túnica blanca predicando PLUR por todo el pueblo. Cuando
escucho la historia de cómo Selvin se estableció en San Pedro gracias al
italiano, siempre trato de imaginar cómo fue el día en que encontró a Selvin y
a su novia, la ‘Vaquerita’, sentados en la orilla de la calle que desemboca en
el lago, con sus caritas largas y tristes detrás de la lona azul mostrando
todas sus pulseras, collares y pipas con clutch
que tanto le gustan a los extranjeros. ¿Qué hablaron el día que se conocieron?
¿Por qué decidió ayudarlos? ¿Qué hubiera pasado si no les hubiera tendido una
mano? Nunca podré saber de qué hablaron, probablemente ni el mismo Selvin se
recuerde, pero estoy seguro de algo: en ese pueblo, se conocen entre ellos…
Como pasa en cualquier pueblo pequeño. Les ofende los ladrones y los bolos,
pero les ofende aún más que haya ladrones y bolos que no sean del lugar.
Recorrimos de nuevo las estrechas calles
San Pedranas. Pasábamos por los angostos callejones donde apenas cabía una
moto, un chucho y una vendedora de pan de banano. La eterna letanía del pan de
banana, pan de piña, pan de chocolate ¿quieres pan? En cada esquina de cada
maldito callejón, la misma mujer se desdoblaba como holograma para ofrecerle pan
de banana a cualquier humano, sin importar edad, religión, sexo o que tuviera
aspecto de Chupacabras. Llegué incluso a cuestionarme si no se trataba de una
fachada para venta de hongos alucinógenos o ácidos. O si de repente me había convertido en pinta de segunda mano y
sufría colateralmente los malos viajes de las personas a mí alrededor. Dejó de
importarme una vez que salimos del callejón. Nunca compré pan. Nunca compré
ácidos.
Ya había oscurecido cuando llegamos al
bar. Nos sentamos en la parte exterior, lo que le llaman ‘al aire libre’. Selvin
solo trabajaba 3 noches a la semana como mesero. Las otras 2 noches se dedicaba
a ser un humilde rockstar en el único
hotel con piscina. El lugar era tranquilo y acogedor. En el suelo, una pila de
rocas alrededor de una fogata nos mantenía calientes. Tenía su propio hierro
para remover el carbón y reavivar el calor cada vez que se estuviera apagando
el fuego. No éramos los únicos en la parte de afuera. Atrás nuestro, en el
espacio vacío de la ventana que une la barra con las mesas del exterior, 2
soldados americanos hablaban sobre
portaaviones y el riesgo de estar con una mujer en Tailandia. Altos, canches,
de mandíbula cuadrara e indudables héroes mediáticos si llegara a ocurrir un
intento terrorista en el lago más hermoso del mundo. Huxley debió estar muy drogado
cuando escribió eso. Mi mente se fue un rato pensando en el titular que CNN eligiera
si esos 2 soldados americanos fueran de fiesta y por alguna enredada razón telenovelezca terminaran inhalando
ántrax creyendo que era cocaína. Los vi de reojo para terminar de inventar mi
historia. Sureños probablemente. —It’s not worth it— fue lo último que alcancé
a escuchar. Ya no hablaban de misiones fulminantes en Yemén ni trasvestis
tailandesas y les perdí el interés. La NSA estará de acuerdo conmigo si les
digo que las mejores historias que he escuchado no me las han contado.
Selvin salió de la cocina sin que yo
lo notara, pues estaba de espaldas, recostado en un árbol. Se acercó y nos
saludó. La fogata hacía un contraste de luz y sombra en los rostros de mis amigos
pero cuando llegó Selvin, sus caras se iluminaron por completo. Fue como un
respiro de alivio saber que su ídolo, seguía siendo SU ídolo. Fue el cheque de coconfirmación que
el viaje no había sido en vano, pese a las carreteras infernales y la escasez
de billete.
Me di la vuelta y vi por primera vez al
mítico Selvin en persona. Más alto que cualquiera de nosotros, de pelo largo
liso, de aspecto agringado, laidback y,
por qué no decirlo, nada mal parecido. Nos saludó de uno en uno, empezando por
su hermano y terminando conmigo. Sacó de su pantaloneta un cigarro y lo prendió
rápidamente. Lo fumó casi hasta el filtro. Platicamos un poco de nada. Su turno
terminaba en 3 horas y no podía escaparse antes. Contra voluntad, pedimos una
Gallo esperando que el tiempo pasara rápido para bombardear a Selvin con
preguntas entre cerveza y cerveza.
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