— ¿Ya estás más fresco? — Simón, después
de la dormidita ya ready. Caminamos un rato por el pueblo. Poco
tiempo después el tercer mosquetero capitalino, el otro amigo con el que había
llegado al pueblo, se integró a la manada de perdidos. El hermano de Selvin que
tenía una semana de estar ahí también apareció. Caminamos sin rumbo fijo, de un
lado a otro, juzgando a los italianos psicodélicos y los japoneses desubicados.
Ya se estaba haciendo de noche. Algunos restaurantes ya empezaban a abrir sus
puertas y el friíto del lago salió casi al mismo tiempo que los grillos.
Caminamos otro rato más y las calles seguían igual de libertinas que en la
tarde. Sobre la grama, en una parte alta al borde del lago, una pareja canchita
se besaba como los amantes se besan y frotan en los asientos traseros de los
carros. No había tiempo para ellos. No importaba el mundo ni las leyes, solo
sus lenguas y sus manos sobándose sobre la ropa.
Pensé que debían buscar un hotel.
Probablemente tenían uno pero no tenían ganas de ir hasta allá. La escena y la
calentura hizo recordarme de mi primer carro, en mi primer año de Universidad,
cuando no podía pagar mi gasolina, mis chelas o mis motelazos y tenía que
convertir mi carro en un motel-comedor. El carro era
un fastback deportivo automático de 2 puertas y cola de pato que le
daba aspecto de cucaracha a punto de emprender vuelo. El asiento trasero era
incómodo. No podía hacer mucho. Mis intentos de 'hacer el amor' se quedaban en
la parte de planeación porque nunca realmente pude hacerlo. Una vez llevaba
una chava más alta que yo. Intentamos hacerlo en el asiento trasero
pero su cabeza topaba con el techo. Al final terminamos haciéndolo en el
asiento del copiloto. Mala experiencia. Era la segunda mujer con la que había
estado y ella sabía que necesitábamos más espacio.
Ella fue buena conmigo. Sin rodeos me
propuso que fuéramos a un motel, donde podíamos estar más tiempo y hacerlo sin
complicaciones. Fue casi como mi segunda primera vez. Estaba nervioso,
entusiasmado y con miedo porque nunca había ido a un motel antes. Nunca nadie
se ha tomado la molestia de crear un manual sobre cómo ir a moteles en
Guatemala. Hay cosas esenciales que todo hombre debe saber la primera vez que
va a un motel. Para empezar, uno obtiene lo que paga. Si uno paga un cuarto
barato, como los del Autohotel La Luna o el Tah Mahal es probable que el catre
no vaya a rechinar tan rico ni con tanto gusto como en el OMNI o en el
Primavera Suites. Me podrán llamar ordinario, pero el OMNI es por mucho el
mejor de su clase, los precios van desde 150 quetzales y siempre tienen todo
nítido. Además que después "te regalan" un shampoosito, un jabón
chiquito, una gorra de baño y 2 rollos de papel tualet. Ah y hay wi-fi sin
contraseña. Esas cosas las tuve que aprender con el tiempo. También hay que
saber qué hacer cuando llegás y que aunque es mejor parquearse de retroceso, es
más fácil entrar directo de frente, así como le vas a entrar a tu mujer. La
primera vez creí que el portón se cerraría solo, como el de mi casa, pero no.
Hay que bajarse más rápido que flash y apachar un interruptor que hace bajar el
portón americano.
Cada visita fui aprendiendo más y más
cosas. Cuando teníamos ganas de jacuzzi íbamos al Primavera. Cuando queríamos
estar secos, íbamos al OMNI. Aprendí que es mejor comprar cerveza y
preservativos en la gasolinera y que el tiempo en el que se tarda en apagarse
el rótulo de 'en limpieza' es tiempo que hay que aprovechar
en foreplay. Aprendí que se puede entrar al OMNI una cuadra después y
que si tenés suerte, podés encontrar libre la habitación con la silla erótica.
Es un negocio visionario pensado para nosotros los pobres diablos clase
medieros que todavía vivimos con nuestros padres pero ganamos lo suficiente
como para costear un polvo anónimo.
Cruzamos en una calle — Brother, Mario
Bros— nos dijo el chara infaltable del pueblo. No le prestamos mucha atención.
Encontramos una tienda de barrio. La típica tienda de barrio, con su publicidad
de cigarros y compañías telefónicas dándose verga por ver quien da doble,
triple, quíntuple, infninituple saldo. Publicidad traslapada y pegada a las
barras blancas, con la red de pelotas pásticas por un lado, las galletas
apiladas en el mostrador del frente y todas las bolsitas brillantes de
chucherías colgando desde el techo. La réplica de una tienda ordinaria que
pudiera estar en La Berbena o en las afueras de La Cañada.
Pedimos cuatro litros de Cabro. Un litro
para cada uno. Sabía que ese litro me iba a hacer estragos, pues no había
desayunado y el almuerzo había estado escueto porque habíamos decidido que era
mejor gastar en alcohol y marihuana que en comida. Empecé a tomar directamente
del litro. Frente a la tienda había una plataforma sin ninguna razón de ser.
Parecía una construcción que se había quedado a medio camino. Estaba la armazón
del techo y los parales del techo pero hacía falta la lámina del mismo. Estaba
a la orilla del lago que ya reflejaba las luececitas lejanas de otros hoteles y
casas. Tenía frío y la mano con la que sostenía el litro me temblaba. Seguí
tomando y tomando. Para el tercer cuarto del litro me sentía ebrio y empanzado.
Soy un bolo barato, pero no siempre fui así. Hubo una época en la que pude
haber tomado hasta 4 litros e ir hasta la zona 18, luego hasta mi casa sin
banquetear ni una sola vez. Pero esa noche, era el mismo bolo economic que he
sido la mayor parte de mi vida.
Terminé el litro e inmediatamente pidieron
otro. Mi lengua estaba amarga. Expelía olor a bolo cada vez que hablaba. Mi
articulación se fue perdiendo sorbo a sorbo. Me empecé a sentir mal. Ellos
querían otro litro y aunque insistí con mis palabras arrastradas que ya no
queríamos otro, terminamos pagando por otros cuatro litros de Cabro. Apenas me
había recuperado de todo lo que había tomado en la tarde y ahí estaba yo,
echando litro tras litro, hablando muladas, contando anécdotas de drogas y
mujeres, escuchando críticas de fút y uno que otro comentario por los que valía
la pena asentir con la cabeza. Aún estando ebrio sabía que si me levantaba de
la banqueta, estaría 1 nivel mas ebrio, sin embargo, tuve que hacerlo. Ya me
explotaba la vejiga. — Vuir a (hipo) ala verga, vuir a miarbolito— caminé
tambaleándome hasta uno de los parales de la estructura sin techo, cerca del
montecito que separaba la estructura con el lago. Puse el litro en el suelo,
alejado del radio de donde podía salpicar la orina que venía con furia. Oriné y
me sentí un poco mejor, mas liviano. Ellos seguían arreglando el mundo con
ideas pobres de personas que no tienen ni la más puta idea de la realidad
nacional. En ese momento aproveché para vomitar. Me han dicho que soy un
vomitador discreto, no soy como otros que hacen fuerza para vomitar. No, yo
solo tengo que inclinarme un poco hacer fuerza con la boca del estómago y el
vómito fluye. Vomité lo primero en el monte; cayó ligero y no hizo mucho ruido.
Sentí ganas de vomitar otra vez pero ya había empezado a caminar hacia ellos, así
que di media vuelta y caminé de regreso al montecito. Ellos estaban
de espaldas y estaba oscuro, no podían verme. No me contuve más y mientras
caminaba volví a vomitar. Ahora sí cayó sobre el concreto haciendo el
característico sonido de un cataclismo antecedido por una fuerte debacle dentro
de mis tras, chocando violentamente contra el piso. Desparramado como sesos por
asesinato. Salpiqué la punta de mis viejos tenis cafés pero no se notaba mucho
porque era casi del mismo color que el Spam enlatado del almuerzo. La poca luz
que había me hizo recordar mi triste almuerzo al verlo todo explayado sobre el
suelo. Me sentí mejor por mí aunque un poco triste por mis pobres Vans cafés.
Mis estúpidos zapatos de batalla. Los
había comprado ya hacía más de 8 años y seguían echando punta. Eran nuevos
cuando aún estaba en el colegio y los usaba casi todos los días. Los usaba para
todo. Para caminar del colegio a mi casa, para andar en patineta, para medio
jugar fút, para medio jugar basket, para caminar en los centros comerciales,
para viajar, para besar, para manejar, para cocinar, para cualquier foquin actividad
que pudiera tener. Incluso, hasta para trabajar. Amaba esos Vans. Sobrevivieron
a fuertes ventiscas y pesadas tormentas de nieve. Estuvieron sumergidos en el
canal de Monterrico y en lujosas piscinas salvadoreñas. Conocían tantos países
y casi tantos departamentos como yo. Habían pateado arena volcánica y
volcancitos. Cada vez que la suela se despegaba, los pegaba con Super Bonder
otra vez. Mi ex-novia tenía unos iguales pero los regaló el mismo mes que nos
hicimos novios. Siempre me dio lata eso porque no quería tener los mimos tenis
que mi novia, pero los amaba tanto que no podía deshacerme de ellos tan
fácilmente. Todavía los conservo en mi closet como símbolo de necedad.
Ella odiaba esos tenis, pero odiaba muchas
cosas de mí y yo terminé odiando muchas cosas de ella. El lago me recordaba los
buenos años que pasamos juntos y fue, precisamente en San Pedro la locura donde
empezó el principio del fin. Fue mi intento desesperado por volver a estar
juntos. Ella accedió a ir conmigo a Pana y San Pedro 3 días antes que empezara
Semana Santa tres años atrás. La pasamos muy bien, paseábamos, comíamos y
dormíamos juntos. Hasta nos bañábamos juntos. Fue un buen viaje pero fue en
vano tratar de revivir una relación que estaba más muerta que nuestros
ídolos.
La pensé fugazmente mientras veía la punta
de mi zapato salpicada. Tantas cosas me hacían recordarla. Fue casi poético
darme cuenta que la plataforma donde estaba vomitando estaba a pocos metros
donde nos habíamos quedado con ella la primera vez que estuvimos en
Sanpedrogas. En fin. Como pude, limpié un poco el vómito con la grama y regresé
hasta la tienda, tambaléandome. Pedí unos chicharrones picantes. Creo en el
poder de la comida picante para quitar la verguera. Y, prefiero
oler a chicharrones picantes que a buitre. Regresé a la banqueta a
terminarme el litro. Estaba asqueado, ya no quería más.
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