jueves, 26 de junio de 2014

Viviendo el sueño (IV)

Suficientes litros. Al fin nos pusimos en marcha hacia el bar donde Selvin trabaja. Era el  bar de unos italianos. Los italianos le habían dado la oportunidad de tener un trabajo decente, como mesero. Así fue como dejó de parchar para tener una vida tranquila en aquella villa.

Siempre que me cuentan del italiano redentor, no puedo imaginarlo de otra forma más que como un extravagante lunático que huyó del primer mundo con la emoción de encontrar en su mente, con ayuda de las drogas, lo que tanto buscó en Italia y al fin lo encontró en el culo del mundo comercial. Se me hace una figura alta y calva, sin zapatos, únicamente con una túnica blanca predicando PLUR por todo el pueblo. Cuando escucho la historia de cómo Selvin se estableció en San Pedro gracias al italiano, siempre trato de imaginar cómo fue el día en que encontró a Selvin y a su novia, la ‘Vaquerita’, sentados en la orilla de la calle que desemboca en el lago, con sus caritas largas y tristes detrás de la lona azul mostrando todas sus pulseras, collares y pipas con clutch que tanto le gustan a los extranjeros. ¿Qué hablaron el día que se conocieron? ¿Por qué decidió ayudarlos? ¿Qué hubiera pasado si no les hubiera tendido una mano? Nunca podré saber de qué hablaron, probablemente ni el mismo Selvin se recuerde, pero estoy seguro de algo: en ese pueblo, se conocen entre ellos… Como pasa en cualquier pueblo pequeño. Les ofende los ladrones y los bolos, pero les ofende aún más que haya ladrones y bolos que no sean del lugar.



Recorrimos de nuevo las estrechas calles San Pedranas. Pasábamos por los angostos callejones donde apenas cabía una moto, un chucho y una vendedora de pan de banano. La eterna letanía del pan de banana, pan de piña, pan de chocolate ¿quieres pan? En cada esquina de cada maldito callejón, la misma mujer se desdoblaba como holograma para ofrecerle pan de banana a cualquier humano, sin importar edad, religión, sexo o que tuviera aspecto de Chupacabras. Llegué incluso a cuestionarme si no se trataba de una fachada para venta de hongos alucinógenos o ácidos. O si de repente me había convertido en pinta de segunda mano y sufría colateralmente los malos viajes de las personas a mí alrededor. Dejó de importarme una vez que salimos del callejón. Nunca compré pan. Nunca compré ácidos.

Ya había oscurecido cuando llegamos al bar. Nos sentamos en la parte exterior, lo que le llaman ‘al aire libre’. Selvin solo trabajaba 3 noches a la semana como mesero. Las otras 2 noches se dedicaba a ser un humilde rockstar en el único hotel con piscina. El lugar era tranquilo y acogedor. En el suelo, una pila de rocas alrededor de una fogata nos mantenía calientes. Tenía su propio hierro para remover el carbón y reavivar el calor cada vez que se estuviera apagando el fuego. No éramos los únicos en la parte de afuera. Atrás nuestro, en el espacio vacío de la ventana que une la barra con las mesas del exterior, 2 soldados americanos hablaban sobre portaaviones y el riesgo de estar con una mujer en Tailandia. Altos, canches, de mandíbula cuadrara e indudables héroes mediáticos si llegara a ocurrir un intento terrorista en el lago más hermoso del mundo. Huxley debió estar muy drogado cuando escribió eso. Mi mente se fue un rato pensando en el titular que CNN eligiera si esos 2 soldados americanos fueran de fiesta y por alguna enredada razón telenovelezca terminaran inhalando ántrax creyendo que era cocaína. Los vi de reojo para terminar de inventar mi historia. Sureños probablemente. —It’s not worth it— fue lo último que alcancé a escuchar. Ya no hablaban de misiones fulminantes en Yemén ni trasvestis tailandesas y les perdí el interés. La NSA estará de acuerdo conmigo si les digo que las mejores historias que he escuchado no me las han contado.



Selvin salió de la cocina sin que yo lo notara, pues estaba de espaldas, recostado en un árbol. Se acercó y nos saludó. La fogata hacía un contraste de luz y sombra en los rostros de mis amigos pero cuando llegó Selvin, sus caras se iluminaron por completo. Fue como un respiro de alivio saber que su ídolo, seguía siendo SU ídolo. Fue el cheque de coconfirmación que el viaje no había sido en vano, pese a las carreteras infernales y la escasez de billete.


Me di la vuelta y vi por primera vez al mítico Selvin en persona. Más alto que cualquiera de nosotros, de pelo largo liso, de aspecto agringado, laidback y, por qué no decirlo, nada mal parecido. Nos saludó de uno en uno, empezando por su hermano y terminando conmigo. Sacó de su pantaloneta un cigarro y lo prendió rápidamente. Lo fumó casi hasta el filtro. Platicamos un poco de nada. Su turno terminaba en 3 horas y no podía escaparse antes. Contra voluntad, pedimos una Gallo esperando que el tiempo pasara rápido para bombardear a Selvin con preguntas entre cerveza y cerveza.


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